jueves, 11 de marzo de 2010

Ligeros de equipaje



Y llegó un momento en que sentimos que tanta grandeza, tanto poder, todo aquello de lo que nos habíamos hecho conscientes, debían compartirse más allá de la voz, que moría con nosotros. Nuestro saber, nuestro sentir… nuestro ser, había ido siendo hasta entonces compartido con nuestros sucesores de viva voz.

Para recordarlo y mantenerlo vivo, caliente, fuimos inventando y descubriendo recursos para la memoria: Frecuencias estables de acento y entonación, y de ahí, rimas, y de ahí, versos, estribillos y canciones… Y entonces, las canciones tampoco fueron suficientes, así que revivimos los hechos repitiéndolos ante los demás, reproduciéndolos, representándolos, y creamos la parodia, la pantomima… el teatro.

Y nuestro saber se multiplicó, y había tantos recuerdos que transmitir, tantos pensamientos que perpetuar, que no bastó ni el teatro ni las canciones. Entonces comenzamos a dejar huellas, marcas, señales más o menos duraderas en materiales resistentes: Huesos, piedras, madera, arcilla… Aprendimos a dibujar, y conseguimos contar historias que sobrevivían por fin a nuestra voz. Más allá del tiempo de una vida. Los dibujos copiaban el Mundo, y todos sus seres y riqueza. Quisimos dejar constancia a quienes nos habrían de suceder de los hechos y acontecimientos de nuestra vida. Esto sucedió principalmente mientras la Tierra se enfrió por última vez, y tuvimos que vivir en cuevas. En sus paredes ensayamos relatos a través de dibujos, a color y en movimiento (por eso encontramos bisontes y ciervos de ocho patas). Habíamos inventado el cómic, la fotografía…. Y el cine.

Simultáneamente, nuestro cerebro conocía demasiadas palabras como para ser recordadas dentro de nuestras mentes, de manera que empezamos a relacionar determinados dibujos con determinadas palabras… No sólo habíamos creado la escritura. Habíamos creado el alfabeto.

Al ser más sabios, aprendimos a anticipar los hechos venideros, de manera que aprendimos a acumular cantidades. Cantidades demasiado grandes como para poder ser trabajadas de memoria, razón por la cual también entonces inventamos los números, y también ellos fueron escritos.

Y finalmente, dimos el gran salto: Una vez que fuimos asegurando nuestra supervivencia física (el alimento para el cuerpo), comprendimos que había algo más. De la reflexión nace el pensamiento abstracto, y fuimos capaces de pasar de pensar en “buey”, “fuego”, “mano”, a pensar en “indulgencia”, “transubstanciación”, o “empatía”. Habíamos creado la literatura.

Existe una semejanza asombrosa entre la evolución vital de una persona y la evolución en el pensamiento del género humano. Como igual de asombrosa es la semejanza entre la evolución embrionaria de un individuo y la de la especie a la que pertenece.

La escritura es pues nuestra memoria externa. Duradera, y tan permanente como creímos que sería… hasta ahora.

Aquí estamos pues, ante la paradoja de palabras como éstas que leeis. Virtuales. Inventamos palabras, inventamos la escritura, los pensamientos y sentimientos tangibles… y, de pronto, otra vez las palabras que pasan y se deshacen como nubes en el cielo. He pensado muchas veces en ello, y quién no. Pero más últimamente, hasta en un modo obsesivo. He tenido que reconocerme obseso ante lo efímero del pensamiento así reflejado. ¿Duran las palabras cuando desaparece el soporte que las realiza? ¿Permanecen más allá de la mente de quien las ideó si apenas son recordadas por un puñado de lectores?

Estas últimas semanas he ido leyendo entradas en otros blogs con las que he enlazado la idea de que esta “conciencia de lo efímero” está comúnmente extendida. Por ejemplo, en esta entrada de Daniel Domínguez, he podido encontrar, más o menos oculto, el reconocimiento de una agonía en las reflexiones de diversos autores acerca de, como diría Daniel, “el aquel de escribir”. De la lucha del ser humano por pervivir más allá de su existencia.

En toda persona hay un deseo de trascender. Los niños se dibujan a sí mismos o a sus ídolos (en el sentido más estricto del término), con los que se identifican por la cualidad o virtud que creen o querrían poseer. Se dibujan, y escriben sus nombres junto a la figura, como sellando un certificado que les acredita como seres reales.

Y cuando aprenden a escribir, cuando aprenden a narrar y a describir, van completando un poco más el proceso de ser conscientes de sí mismos, contando relatos en primera persona, para después llegar incluso a fragmentarse en diversas terceras personas, capaces de narrar cada una el mismo hecho desde un punto de vista distinto. Siempre con el afán de permanecer, de perdurar.

En este viaje del escribir, yo siento con convencimiento que hay en la poesía un grado superior, una cualidad, mayor por más íntima, de expresión de trascendencia, de perpetuidad. La poesía consigue expresar en primera instancia lo que la prosa destila a través del filtro de lo visceral. La impresión, la huella que deja un poema en mis esquemas es como el destello de luz que se estampa en la placa sensible. Un poema es una fotografía, y un álbum entero, que cada uno de nosotros toma en cada lectura.

Dando vueltas a estas impresiones, me encontré entonces con esta entrada de Majo, y tras leerla, tras haberla leído varias veces, siento una cierta euforia al comprobar que ese sentir mío es compartido, en particular en lo que se refiere a que “La poesía (…) es la expresión íntima del sentimiento personal del poeta, pero, aunque íntima, pretende ser universal: es "el diálogo del hombre, de un hombre, con su tiempo". La poesía es un diálogo de un hombre con el tiempo de cada uno. El poeta pretende eternizar ese tiempo objetivo para que permanezca vivo el tiempo psíquico del poeta, para que sea universal”., lo cual me hace sentir no sólo acompañado, sino correspondido.

Memorizamos poemas, y los recordamos muchos años después. Y al recitarlos, volvemos al mismo instante en que los leímos por primera vez, dejando de nuevo que nos toquen en lo más adentro, como dedos que dibujan en la arena mojada.


A veces ocurre que un texto, un fragmento, una frase o un verso, nos conmueven de un modo no del todo advertido, y la sensación que nos invade no creí nunca que pudiera expresarla con palabras ni de lejos, hasta que me topé recientemente con los ocho últimos párrafos de esta entrada de Elperejil, y en especial con el séptimo por la cola, el cual me remitía a esta otra entrada de Daniel, en particular al fragmento “un niño, como ellos, ve cosas que siente que le conciernen, que son vitales para él, aunque no esté en condiciones todavía de comprenderlas completamente, sino sólo de intuirlas, y que constituyen la parte del enigma del mundo de los adultos del que depende (…)”, y siguientes, que suscribo con pleno convencimiento.

Así es mi cabeza, bullendo de ideas y sensaciones, en un caos unas veces entusiasta, y otras veces depresivo. Expansivo y nihilista, histriónico y huraño. He puesto nombre de dramaturgo insigne y cara de anciano barbudo a la parte misántropa que me surge a raíz de estas revelaciones, y aún estoy por ponérselos a la parte más conciliadora. Me he reconocido en un dechado de contradicciones, y el escribir se me hace a veces una liberación, pero las más de las veces una constatación de que las palabras, al menos mis palabras, no alcanzan, ni de lejos, a dibujarme como creo ser. De esa revelación debo atreverme a superar la amargura, y convencerme de que solo en esa aceptación es posible la libertad.

El teatro clásico, gran filosofía de la naturaleza humana, expresa sublime, y en verso, esa relación mágica entre la imaginación del espectador, sus certezas, sus virtudes y flaquezas, y la inalcanzable perfección que solo es capaz de intuir. En esta otra entrada de Elperejil encuentro ejemplos de cine que recuperan esa magia de los actos humanos liberados a través de los sueños. Como un moderno príncipe Segismundo, igual que el protagonista de “Brazil”, paso los días preguntándome “¿quién soy?”

Soy el que soy en mis sueños, y solo yo puedo saberlo.

Joseph Conrad dice, en El Corazón de las Tinieblas: “Vivimos como soñamos, solos.”
Dice el poeta, hoy: “Que toda la vida es cine, y los sueños, cine son.”

En fin.