Con esta frase derribaba la nieta del Señor de Briz todo el castillo de arena que su abuelo había levantado en el aire a lo largo de su larga y orgullosa vida, en la película de Garci.
A mí, que me gusta tanto bucear por las connotaciones de las palabras, el Honor se me hace algo como la Vida. Como concepto es inabarcable, pero sin él no es posible nada. ¿O tal vez sí?
Así lo deben tomar en Oriente, pues a la misma altura lo situó el anterior Presidente del Gobierno de Corea del Sur (se dice rápido el cargo éste, pero estamos hablando de una potencia económica mundial, es como si aquí se tratase de Aznar o de González) cuando decidió dejarse caer por un barranco después de dejar una nota pidiendo perdón… porque ¡su mujer! había aceptado regalos millonarios de una empresa para ser favorecida en contratos públicos. Vamos, cohecho.
Estas personas sí saben qué es el Honor. Los orientales. Al Este del Mediterráneo. Pienso en los japoneses con el Harakiri, en los budistas con quemarse a lo bonzo… y hasta en los yihaddistas cuando prefieren morir antes que delatar a un compañero de lucha. Pero claro, la cosa se va degradando, son malos ejemplos. Gente trastornada, a los ojos occidentales.
Aquí seguramente sucede que nuestra espiritualidad está demasiado vejada por la religión dominante, que nos permite ser pragmáticos hasta la hipocresía: Los domingos nos damos golpes en el pecho y repetimos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, y después narramos como el Cantar de Mío Cid el desembarco y toma de un islote rocoso frente a las costas de África. Después nos escondemos detrás de tres personas uniformadas, a las que la tradición les ha enseñado a confundir defender la verdad con no chivarse de un compañero cobarde, y andamos huidos de las cámaras y los micrófonos “hasta que pase el temporal”…
Existe otro aspecto en el que los Orientales son diferentes a nosotros. Hace más de un año vi un debate en televisión en el que un hombre mayor, cansado y en el que el estrés había hecho mella cerrándole un ojo, no sólo esquivaba sin moverse sino que vapuleaba sin parpadear (de un ojo) a su rival, más activo, más audaz… menos informado. Los mayores, los muy mayores, los viejos, son respetados en Oriente donde más, porque allí la tradición no les ha hecho olvidar que una larga vida implica casi siempre un amplio conocimiento del carácter humano.
En cambio aquí nos vendemos por la juventud. Y si no somos jóvenes, hay que parecerlo. Sea como sea. La juventud es el éxito. De ahí el auge del deportista joven como modelo a imitar. El aspecto es lo más importante. Lo suficiente como para venderse por un buen traje. Hay que ser elegante, tener buen aspecto, pues será ahí donde nuestra inteligencia supina de votantes compruebe el mérito de un buen candidato.
Me pregunto si, como en el cuento, de no haberse parado la rueda, hubiéramos llegado a ver al que se abroga el título de “Molt Honorable President” caminando orgullosamente desnudo por las calles del Antic Regne.