Amor mío, ¿cuántas pantallas de plasma valgo? ¿cuántos LCD me adoras?. Yo te quiero más que todos mis puntos moviestar, ya lo sabes...
Allí estábamos, en medio de aquel pasillo de sección de la Audiencia, mi compañero y yo, testigos en otro proceso, esperando a que nos llamaran. Y testigos involuntarios fuimos de la escena que os voy a contar. Escena que me trajo de nuevo a la memoria la horrible mesa de rueda de carreta estilo Rodeo con la que Harry perdía el temple intentando hacer ver a sus amigos que si no se ponían de acuerdo de una vez sobre ella, acabarían convirtiéndola en el origen de su separación.
Volvamos a la audiencia. En este caso se trataba de una mujer de acento colombiano, más cerca de los 45 que de los 40, con un gusto peculiar acerca de las botas camperas y el pelo cardado, negro, brillante, cayendo en melena rizada sobre el lomo de una torera que no acierto a describir por falta de vocabulario sobre estilo. Tenía la expresión confusa, como empeñada en asimilar la lógica demoledora del discurso con el que la acribillaba el asesor de gafas que tenía delante.
Su abogado (SAAAAAAAALLLLLL, RATITAAAA!!!), de los del gremio de pelo engominado estirado hasta el horizonte de su nuca, con un trozo de tela negra acrílica doblado sobre un antebrazo (así se dobla la autoridad con la que se in-visten sus señorías), y con una carpeta demasiado pequeña para los papelotes que mordía, se esforzaba en persuadirla de lo valioso que sería para ella renunciar a su empleo deliberadamente, a la hora de quedarse con el televisor de plasma que su presuntamente ya exmarido (ex- marido, o simplemente, pringao) había adquirido en los esplendorosos tiempos de Coffeedis, y que por supuesto había sido incapaz de financiar, convencido (sugestionado por hipnosis publicitaria, diría yo) de que las vacas engordaban hasta el Infinito... y más allá.
Atento al detalle de que mi compañero está ultimando sus estudios de Sociología, me atreví preso de la sorna a sugerirle tema y título para uno de sus trabajos: El Amor y los Bienes Materiales (claramente un homenaje encubierto a un título tan sugerente, ambicioso y opuesto al materialismo como Beatriz y los Cuerpos Celestes, de la Echevarría). En fin, pedante que es uno...
Con una sonrisa más resignada que entusiasta, compartimos esa pequeña desolación que aparece inevitablemente con cada proyecto que no sale como se espera cuando comienza.
Y uno no puede vencer la tentación de encontrar una explicación justiciera (influencia del lugar, supongo) a esos desencuentros: Eso os pasa, como al 99 % de las parejas (que para eso se inventaron las estadísticas, vaya), por transformar vuestros sentimientos hacia el otro en electrodomésticos. En la era del centrino, hay demasiado cenutrio.
¡Ad-judicado! Digooo... ¡Visto para sentencia!
Allí estábamos, en medio de aquel pasillo de sección de la Audiencia, mi compañero y yo, testigos en otro proceso, esperando a que nos llamaran. Y testigos involuntarios fuimos de la escena que os voy a contar. Escena que me trajo de nuevo a la memoria la horrible mesa de rueda de carreta estilo Rodeo con la que Harry perdía el temple intentando hacer ver a sus amigos que si no se ponían de acuerdo de una vez sobre ella, acabarían convirtiéndola en el origen de su separación.
Volvamos a la audiencia. En este caso se trataba de una mujer de acento colombiano, más cerca de los 45 que de los 40, con un gusto peculiar acerca de las botas camperas y el pelo cardado, negro, brillante, cayendo en melena rizada sobre el lomo de una torera que no acierto a describir por falta de vocabulario sobre estilo. Tenía la expresión confusa, como empeñada en asimilar la lógica demoledora del discurso con el que la acribillaba el asesor de gafas que tenía delante.
Su abogado (SAAAAAAAALLLLLL, RATITAAAA!!!), de los del gremio de pelo engominado estirado hasta el horizonte de su nuca, con un trozo de tela negra acrílica doblado sobre un antebrazo (así se dobla la autoridad con la que se in-visten sus señorías), y con una carpeta demasiado pequeña para los papelotes que mordía, se esforzaba en persuadirla de lo valioso que sería para ella renunciar a su empleo deliberadamente, a la hora de quedarse con el televisor de plasma que su presuntamente ya exmarido (ex- marido, o simplemente, pringao) había adquirido en los esplendorosos tiempos de Coffeedis, y que por supuesto había sido incapaz de financiar, convencido (sugestionado por hipnosis publicitaria, diría yo) de que las vacas engordaban hasta el Infinito... y más allá.
Atento al detalle de que mi compañero está ultimando sus estudios de Sociología, me atreví preso de la sorna a sugerirle tema y título para uno de sus trabajos: El Amor y los Bienes Materiales (claramente un homenaje encubierto a un título tan sugerente, ambicioso y opuesto al materialismo como Beatriz y los Cuerpos Celestes, de la Echevarría). En fin, pedante que es uno...
Con una sonrisa más resignada que entusiasta, compartimos esa pequeña desolación que aparece inevitablemente con cada proyecto que no sale como se espera cuando comienza.
Y uno no puede vencer la tentación de encontrar una explicación justiciera (influencia del lugar, supongo) a esos desencuentros: Eso os pasa, como al 99 % de las parejas (que para eso se inventaron las estadísticas, vaya), por transformar vuestros sentimientos hacia el otro en electrodomésticos. En la era del centrino, hay demasiado cenutrio.
¡Ad-judicado! Digooo... ¡Visto para sentencia!